Leo el Montaigne de Stefan Zweig, libro que su autor no alcanzó a terminar pues se suicidó en Petrópolis, Brasil, el 22 de febrero de 1942 (el Señor de la Montaña, pienso, no lo habría censurado: nuestra vida, recordaría citando a Séneca, depende de la voluntad de otros; nuestra muerte, de la nuestra; sin embargo, no deja de ser paradójico que se matara leyendo a Montaigne, el más jovial y alegre de los escritores). El libro abunda en ideas y frases felices, pero quizá las mejores son las que reflejan su concepción de la lectura de Montaigne, algo que cualquier verdadero lector de los Ensayos suscribiría: “No tengo conmigo un libro, una literatura, una filosofía, sino un hombre del que soy hermano, un hombre que me aconseja, que me consuela y traba amistad conmigo, un hombre al que comprendo y que me comprende. Si tomo los Ensayos, el papel impreso desaparece en la penumbra de la habitación. Alguien respira, alguien vive conmigo, un extraño ha entrado en mi casa, y ya no es un extraño, sino alguien a quien siento como amigo”. Eso son, precisamente, los Ensayos, no un libro, sino una presencia viva.